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El más desdichado General de la República

Written by Debate Plural

Por Eliades Acosta Matos (D. Libre, 19-11-11)

Aquí en confianza, dígame Usted, compadre, si esto es justo. Dígame si he bregado tanto, pasado tantas malas noches en vela, con la cara acribillada por los mosquitos, cuidando la frontera o persiguiendo tipos desesperados, pasando hambre y sufriendo sed por el servicio, para que se me castigue de esta manera… Dígame Usted, mi compadre, si no tengo razón en protestar, aunque sea aquí, por lo bajo, y que solo Usted lo oiga… Y esto que le estoy mostrando, es solo una parte del mar de papeles que me mata, que me quita el resuello y me tiene al borde de coger un día la pistola y acabar con todo, empezando por mí mismo. Porque estoy cansado, mi compadre, y no imagina Usted cuánto.

Yo no me alisté en el Ejército Nacional para andar cargado de expedientes, despachando solicitudes como si fuese un chupatintas, sino para entrar en acción, siempre el primero, desafiando los tiros, en la brega de imponer la ley, que es cosa de hombres, y no esto de andar calentando sillones. No en vano me gané cada ascenso, cada galón, cada medalla, dejando detrás un reguero de sangre, en primer lugar, de la mía. Pocos, como yo, y Usted es el que mejor lo sabe, han dejado tantas tiras de pellejo en el camino, sin hablar de las almas que deben estar en el purgatorio y el infierno repitiendo mi nombre entre maldiciones. Porque jamás escatimé celo a la hora de cumplir las órdenes recibidas, especialmente las que tuvo a bien indicarme el Jefe, que no es hombre de juego, y cuando me decía que en una provincia había un mala cabeza que no quería inclinarse ante los representantes del orden, allí iba yo a reducirlo. Porque después que te arrancan la cabeza, ya no hace falta que la bajes, ¿para qué, verdad, compadre? Y mire que de eso los tres sabemos un mundo: el Honorable Jefe primero, y después, Usted y yo.

Vea, por ejemplo, lo sucedido en estos dos últimos meses. En este año de 1938 tal parece que todos se han puesto de acuerdo para acabar con mi escasa paciencia. Pocas veces, desde que estoy al frente de esta Secretaría de Interior y Policía, he visto tantos papeles juntos, listos para ser firmados y elevados, o firmados y mandados abajo, da igual. Créame, compadre, nunca como el mayo pasado y lo que va de este junio, que ya casi se acaba. Por eso trato con la punta del pie, como se merece, a esa nube de lambones de mis asistentes, que entran al despacho como gatos apaleados, caminando despacito y de lado, cargando los fardos de esos malditos papeles que saben de sobra, me tienen harto. Como ellos mismos, y sus medias sonrisas. Y sus botas lustrosas, y sus caras afeitaditas, siempre olorosos, sin tener callos en las manos por sostener las riendas de las bestias, ni haber tragado el polvo de mil caminos remotos, ni dado el pecho a las balas de cien fugitivos decididos a morir en sus trece. Y Usted sí que me entenderá si le digo que desde que tocan suavemente a la puerta, y adivino lo que traen para torturarme, acaricio dentro de la gaveta del escritorio ese sitio frío donde duerme mi pistola.

Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin en la mano de un borrracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos con los que me fusilan a diario. Y si lo soporto callado, si ya no he estallado, es por la disciplina y el juramento de fidelidad al Querido Jefe, ante el cual, todo sacrificio es poco. Solo eso me aguanta cuando, como ocurrió hace un rato, ese mismo imbécil que acaba de retirarse, trae puntualmente, a la misma hora, la lista de los huéspedes que han dormido en todos y cada uno de los hoteles del país. Porque si bien hay que saber todo lo que se mueve aquí, para mantenerlo a Él debidamente al corriente, también lo es que yo no merezco ser el que cumpla esa misión, buena, nada más, que para caer redondo de sueño. Mire Usted aquí, para que tenga una idea: en el hotel Cosmopolita anoche durmió un tal Lucas E. García, de Barahona, ¿qué gran cosa, eh?… O en el hotel María, un bendito Manuel O. Burgos Mirilla, de Bonao… Y en el hotel Moderno, un insignificante Juan M. Venzan, de San Cristóbal, y en el boarding Oriental, Juanico Sención, de Yaguate, y en el Palace, un esperpento llamado M. Nakanishi, de Santiago… Sombras, mi compadre, escuálidos viajantes de comercio, gente que se desplaza para asistir a entierros, comprar semillas y aperos de labranza, hijos pródigos que regresan, enfermos que acuden a la capital para ser asistidos, pagadores de promesas, y simples curiosos que no imaginan que alguien, al que obligan a curiosear, los está vigilando. Y ese, compadre, desgraciadamente soy yo. Y con gusto acabaría con todos, por mantenerme atado a ese sillón con sus idas y vueltas, que no tienen más sentido que joderme.

Y eso no es lo peor, sino el tener que leer cada solicitud que hacen, desde todas partes, para poder adquirir objetos y sustancias controladas. El mecanismo para comprar una batería de auto pasa por que el que la solicita debe hacer una petición escrita al gobernador de la provincia donde vive, para que este, a su vez, la eleve a mi despacho, después de estamparle su firma, en señal de anuencia. Entonces yo, que no tengo por qué conocer, y no conozco a ese señor, tengo que autorizarlo, por escrito, y es entonces que mi carta desanda el mismo camino por el que llegó la de ellos, y se produce el milagro de que el tipo puede gastar su dinero en la tienda de refacciones, y entonces yo puedo pasar a otra petición, no menos agobiante… Claro que tiene razón en preguntármelo, compadre, yo en su lugar hubiese hecho lo mismo: la venta de baterías se controla desde que en Cuba, en la lucha contra el presidente Machado, por cierto, gran amigo del Jefe, una organización de revolucionarios llamada ABC usó las baterías para detonar bombas… Y el diablo son las cosas: me jodí yo, porque a mí fue al que volaron de la vida que le gustaba.

Pero las baterías son lo de menos. Lo peor son las sustancias químicas, esas que tienen nombres para enloquecer al más cuerdo, no hablando ya de un hombre de acción, como yo, que por no estudiar y andar a lomo de los caballos, y con un arma al cinto, y con un uniforme para inspirar respeto, pocas veces tomó un libro en sus manos, y que si leo algo, y puedo firmar, se lo agradezco al cura de mi pueblo, que me obligó a ello, apoyado por mi pobre madre. Como si ambos hubiesen adivinado que aquel chiquillo mata-perros y pati-por-suelo llegaría un día a ser general. Bueno, el más desdichado general de la República, para ser exactos.

Mire, mire aquí, mi compadre: Carlos Adriano Muñoz, gobernador de Santiago, avalándome la solicitud de unos señores que necesitan se les autorice a comprar cinco libras de sal de nitro para curar carnes… Y esta otra carta del general Domingo Peguero, gobernador de La Vega, quien pide le sea permitido al fotógrafo José Antonio Rodríguez adquirir dos libras de sulfito de sodio, en la farmacia de Moya & Pezzotti, con el objetivo de revelar sus fotos… O esta del general Camejo, gobernador provincial de Puerto Plata, que respalda la solicitud de los señores Zafra & Co, de la Fábrica Nacional de Fósforos C. por A., para poder recibir cinco kilogramos de ácido sulfúrico para el trabajo de su industria… Y así, día tras día, semana tras semana, y mes por mes.

Y claro, no puedo tampoco escapar, y no escapo, a las muchas solicitudes para adquirir armas de todo tipo, y especialmente, cápsulas para revólveres. Por supuesto, mi compadre, que muchos son los llamados y pocos los elegidos, ya Usted sabe, porque aquí no se lleva a cabo una política permanente de desarme de la población, para que vuelva a brotar la mala hierba de los bochinches y las revoluciones. Entonces, como es lógico, solo autorizo aquellas peticiones, como esta que ve aquí, donde H.N. Hansard, el administrador de la Salinera Nacional C. por A., nos pide adquirir cajas de cápsulas de Smith & Wesson, calibres 38 y 44, y de cartuchos, calibre 16, para las escopetas de los vigilantes de esa empresa. Y la firmo sin chistar, ¿sabe por qué? Pues porque el Ilustre Jefe es el verdadero dueño del negocio, y Dios me libre, de negarle algo a quien todo se lo debo, incluso, hasta el dudoso honor de ser el más desdichado general de la República. El que vive rodeado de los papeles que tanto odia, cercado de asistentes lacayunos y pérfidos, que mucho disfrutan con atiborrarme de los documentos y las peticiones infinitas que un día, yo bien lo sé, me llevarán al abismo.

Porque, ya no puedo más, mi compadre. Y empiezo a tener miedo de mí mismo. O mejor dicho del oficial feliz que fui, cabalgando al aire libre, persiguiendo malechores por montes y cañadas, atravesando ríos y durmiendo al sereno, en pleno campo. Porque cuando ya lo creía muerto, sepultado, aplastado por montañas de tantos papeles inútiles, me ha empezado a visitar en sueños, invitándome a la última cabalgada.

Y para que él pueda regresar, me está pidiendo que acribille primero a esta plaga de inútiles que gozan acarreando fardos de documentos a mi despacho, y luego les prenda fuego a todos, al grito glorioso de «¡Viva el Jefe!». Como en los buenos tiempos.

Y estoy a punto de hacerlo, mi compadre.

Mire compadre: yo prefiero ver relampaguear un collin en la mano de un borrracho, antes que tener que enfrentarme a estos documentos con los que me fusilan a diario. Y si lo soporto callado, si ya no he estallado, es por la disciplina y el juramento de fidelidad al Querido Jefe, ante el cual, todo sacrificio es poco

Nota: Algunos nombres de los personajes de la serie «La Era» son ficticios, y los sucesos rigurosamente ciertos. Los documentos que los avalan pueden consultarse en el Archivo General de la Nación.

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