Cultura Libros

Monumentos coloniales

Written by Debate Plural

Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 19-8-16)

Julio González y yo hemos sido hermanos en aquello de lograr cosas imposibles: libros hechos a tientas donde cada texto y cada foto, respiran la sofocación de un tiempo vivo en anaqueles donde la espera es capaz de darles vida; catálogos donde la flora puede ser un personaje, en fin, proyectos que un día florecen y se transforman en frutos de manera sorpresiva, como si lo que parecía muerto resucitara.

Nuestro primer trabajo en conjunto fue aquel calendario en el que hurgando en las Coriónicas coloniales, rescatábamos con texto y lente, frutos descritos por los primeros cronistas de Indias; luego para la Casa Bermúdez hicimos el primer intento de una búsqueda y presentación de los monumentos coloniales en los momentos en los que los aprestos del Quinto Centenario tomaban cuerpo y se hacían necesarios para justificar visualmente y con textos simples, inteligibles, el primer paso de los europeos por la que fuera luego la América de las conquistas e historias donde el sueño primaba como el punto clave de la pasión descubridora. Prontamente vinieron otros textos e imágenes, recogidos o creados para hacer mejor el conocimiento de la historia monumental dominicana, de la cual maestros como Walter Palm, Eugenio Pérez Montás, y María Ugarte, proveyeron visiones sin dudas fundamentales para entender que las ruinas son voces y textos de otra calidad que el escrito, que el hombre puede recuperar, siguiendo el sueño de sus iniciales creadores, la palabra que transformada en piedra, anuncia no solo el arte de cada época, sino la vida cotidiana que se aposenta tras las ojivas, los muros y los relojes donde el sol busca hacer descanso de su luminosidad.

Un escritor y un fotógrafo intentan en este libro que puede parecer repetitivo, desentrañar con la luz y los textos, la silueta antigua de una ciudad que se ha ido haciendo moderna y que debe ser, en los lineamientos de su alma, lo mismo que otras villas coloniales, un conjunto de frases labradas, de núcleos dentro de los cuales el pensamiento alcanzó los orígenes de una nueva cultura, de un nuevo hecho racial, de una primera visión sobre lo que fuera el derecho de gentes aupado por los frailes dominicos, y proclamado por fray Antonio Montesino, voz que él mismo señalara como “clamando en el desierto de esta isla”. Hablaré aquí de otras primacías, porque las hubo antes en las altas culturas precolombinas, donde afloraron calendarios más completos que el juliano, sembradíos en terrazas mejores que los de los europeos donde la quinoa y la papa alcanzaron decenas de variedades y cultivos en chinampas que fueron la sorpresa de los conquistadores por su producción casi milagrosa, pero vale decirlo, también fueron primacías el casabe que nutrió las primeras poblaciones hispanas, y el liren o lerén, la guáyiga o zamia, fundamento alimenticio de la cultura taína, la nueva fauna, y las plazas para el juego de la pelota de posible origen mesoamericano. No sólo lo europeo fue primacía, sino lo nativo con sus sorpresas, lo que en la cotidianidad marcó una mezcla nueva para el europeo, la que fundida, híbrida, ya criolla, creó versiones nuevas del mundo hasta aquel momento precolombino, donde la mano del cantero español mostró al indio, casi ignorado en la crónicas, oficios desconocidos que resultaban “degradantes” cuando el invasor comprendió que su estatus había cambiado, y que era ahora el propietario de un nuevo mundo cultural en el cual se consideraba formando parte de la más alta clase social.

Lo que hemos entregado en esta obra Julio González y yo no es tanto la forma de las viviendas, calles, plazas, murallas y estilos, sino los espacios creados por el genio del plan colonial para percibir y ubicar, casi como por ensalmo, las luces propias, naturales de una ciudad y de unas villas que poseen sus propios ángulos y reflejos, villas y formas urbanas montadas en la esperanza y hechas para el futuro que fray Nicolás de Ovando traía ya en su carpeta de nombres listos para estrenar escudos nuevos dotándolos de nuevos escudos..

Vimos, tal vez, apurando la imaginación, que debajo de las huellas invisibles, puede percibirse el rumor del pasado, el de los mercados populares, el cuchicheo de la lluvia descendiendo desde detrás del fuerte de Santa Bárbara para torcer hacia la ría por alcantarillas quizás vigiladas por los duendes andaluces o gallegos que desvían las inundaciones en beneficio de aldeas, villas y poblados. .

Para terminar este breve texto vale decir que es necesario resaltar los esfuerzos llevados a cabo por el Honorable Ayuntamiento de la capital, por su personal encabezado por el honorable síndico Roberto Salcedo y por la arquitecta Diana Martínez, para que este libro, obra también artística de organización y método en su montaje debido a la sensibilidad y profesionalismo de doña Ninón de Saleme, alcanzase el público al que va destinada. Pensamos que la necesidad de que lo mejor acompañe la obra del futuro es un objetivo y que ello nos obliga a cavilar en los monumentos como en seres vivos, que, aunque a veces maquillados, poseen en si una memoria pródiga, una memoria que es un alma capaz de despertar aquello que de algún modo permanece adormilado y que debe ser estimulado, porque cada monumento, cada una de sus biografías, forma parte de la historia cotidiana del lugar por cuyas necesidades ocupó un espacio útil en la comunidad.

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