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El periplo de una de las vidas más intensas y conmovedoras de la historia de nuestra América: El indio Benito Juárez

Benito Juarez
Written by Debate Plural

Carlos Rodríguez Almaguer (Diario Libre, 30/7/2016)

El 17 de diciembre de 1818 —exactamente un año antes de que naciera la Gran Colombia de la mano del Libertador Bolívar— allá en la noche honda del México ancestral, un adolescente pastor de ovejas decide abandonar los predios natales para encaminarse a la ciudad de Oaxaca. Poderosas razones lo impulsaban: evitar el castigo por la pérdida de una cría del rebaño y la posibilidad de instruirse en el idioma castellano y en el conocimiento de sus letras. Era un miembro de la nación zapoteca, hijo de indios de la raza primitiva del país. Tenía doce años, era huérfano desde muy temprano y un gran trabajador. Había nacido en San Pablo de Guelatao, el 21 de marzo de 1806, y lo bautizaron como Benito Pablo Juárez García.

Así se inicia el periplo de una de las vidas más intensas y conmovedoras de la historia de nuestra América. El indio Benito Juárez logró aprender el idioma de sus dominadores y otras lenguas que le permitieron ascender por su clara inteligencia a puestos cada vez más altos en la organización institucional de su ciudad, su municipio y su Estado, desde los que podía prestar mayores servicios a sus conciudadanos. Luego vendrán los ascensos a las magistraturas nacionales, pasará por varias instituciones a las que les imprime su sello característico: la honradez y la justicia. Pero estas cualidades atrajeron sobre sí la rabia disimulada de aquellos hombres elementales que, en todas las épocas y en todas las naciones, suelen ver en el aparato del Estado, no una atalaya formidable desde donde detectar mejor las injusticias de los hombres para corregirlas con la misma autoridad que les ha sido delegada por ellos, sino un enorme banquete al que sentarse a saciar apetitos voraces repartiendo dentelladas y mandobles. Ya había padecido bastante con ser indio, y tuvo que padecer aún más por ser honrado.

Tuvo que irse al exilio más de una vez, y se fue a Cuba, a Panamá, a los Estados Unidos, siempre pensando en los dolores de su tierra y en las enormes ambiciones de propios y ajenos que se les venían encima. Hasta que un día las reservas morales, que reposan siempre allí donde la gangrena corruptora no ha llegado, lo hicieron presidente de la República. Entonces se vio crecer al indio a una estatura nunca vista en los hombres de su raza desde la llegada de los europeos y la caída del poderoso imperio azteca comandado por el infortunado Moctezuma. Se inició la reforma del país, se sembraron escuelas en todo el territorio, se rectificaron injusticias ancestrales, se dignificó ante la ley justa al hombre y a la mujer sin importar su condición. Pero aquellos que habían vivido con holgura sobre el dolor del pueblo no quedaron tranquilos. Se juntaron a los que en la otra orilla del Atlántico no se resignaban a haber sido despojados de los feraces territorios que los habían enriquecido durante cuatro siglos. Entonces estalló la guerra intestina y siempre criminal cuando se hace por ambiciones de mando o de dineros. Al mismo tiempo, barcazas de soldados europeos invadieron los litorales mexicanos pretextando las deudas impagadas. La culta Francia, la poderosa Inglaterra, la resentida España, se lanzaron como lobos sobre su herida presa y mordieron los flancos de la república que se desangraba bajo sus estocadas parricidas.

El gobierno de Juárez cambió sus hermosos palacios por los coches de mulas y se lanzó a los callejones polvorientos del México profundo, llevando consigo los archivos de la república y la dignidad ofendida y amenazada de la nación. San Luis Potosí, Monterrey, Saltillo, Chihuahua, Coahuila, sedes provisionales del gobierno, vieron caminar por sus calles al presidente y sus ministros. Y en aquella escapada defensiva aún tuvieron tiempo para honrar de paso al que, sin más ejército que el estandarte de la Virgen de Guadalupe y el fuego de la justicia de Cristo en el corazón, había iniciado la tremenda carrera de la libertad en el hasta entonces desconocido pueblo de Dolores: el cura Miguel Hidalgo. Hasta la frontera norteamericana fue obligado a alejarse el gobierno itinerante y andariego del infatigable Juárez. Conoció de traiciones y flojeras entre la gente propia. Pero supo también de la lealtad de los buenos corazones que se juntan sin otro incentivo que el amor a una idea noble y alta.

Maximiliano de Habsburgo le propuso incorporarlo a su gobierno imperial, y el indio respondió desde la altura del patriota y estadista que era, convocando a la historia para dictar sentencia entre él, hijo de la raza originaria del país y depositario por voluntad popular del mando supremo de la nación mexicana, y su oponente, el emperadorzuelo de polvos de arroz. Tras muchos avatares y algunas ventajas coyunturales de la política internacional, las armas de la república comienzan a imponerse sobre los militares imperialistas. Los Estados Unidos desaprueban el imperio postizo del monarca austriaco y, aunque la guerra fratricida entre el norte y el sur tiene ocupado al presidente Lincoln, neutralizan a España amenazándola con intervenir en favor de la república si continúa apoyando a los franceses. Más tarde, asesinado el leñador de los ojos piadosos, su sucesor, el presidente Andrew Johnson, anunciará el envío de cien mil hombres a la frontera mexicana para amedrentar a los invasores. Francia, por su parte, ante el gasto excesivo de la empresa decide retirar el grueso de las tropas, con lo que las fuerzas republicanas se fortalecen y animan. Luego de varios combates caen en poder de la república las principales ciudades y Maximiliano es hecho prisionero el 15 de mayo de 1867 y juzgado en los días subsiguientes en el juicio más publicitado de la historia hasta ese momento. Muchas fueron las gestiones de gobiernos y de cortes para salvar la vida del desdichado Archiduque de Austria. Sería fusilado en el Cerro de las Campanas la mañana del 19 de junio de 1867.

Desde el principio la América entera veía como suya la causa de México, y por ello sus gobiernos venían reconociendo al presidente Juárez aún antes de que alcanzara la victoria final. El 1 de mayo de ese año de 1867 el Congreso de Colombia lo había reconocido por el bien que le hacía a las repúblicas hispanoamericanas resistiendo este intento de reconquista europea, y ordenó colocar su retrato en la Biblioteca Nacional en Bogotá. El 11 de mayo, mientras los diarios de Santo Domingo daban cuenta de la victoria obtenida en Puebla un mes antes por el general republicano Porfirio Díaz sobre las tropas imperiales, el Congreso de la República se reunía para proclamar a Benito Juárez “Benemérito de la América”, título con que aún se le reconoce.

Por catorce años gobernó a su país el indio zapoteca devenido estadista. Enfrentó rebeliones, ataques y acusaciones. Y si pudo expulsar de su tierra a los invasores, no pudo en cambio eliminar los conflictos internos del país envenenado todavía por la pobreza, la anarquía y el caudillismo. Los pueblos de América a los que tanto bien hizo con su resistencia tenaz a la reconquista europea, han pronunciado siempre su nombre con respeto. Y en los labios de los habitantes de estas tierras se sigue repitiendo, en lo sucesivo de las generaciones, aquella sentencia suya de que entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.

 

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